En el mes de mayo de 2012, ocurrió el famoso caso del ex senador Eduardo Carlos Merlano, quien conduciendo en estado de embriaguez, se negó a que le practicaran una prueba de alcoholemia, inmortalizando la expresión: “¿Usted no sabe quien soy yo?”, frase con la que humilló a los agentes de policía presentes en el procedimiento.
El hecho causó un repudio general que persiste después de una década. La escena reflejó, en el imaginario común, la actitud altiva de quienes detentan el poder, la paradoja del hacedor de la ley que viola la ley y que está acostumbrado a salirse con las suyas. Sin dudas, Eduardo Carlos encarnó la imagen que el ciudadano común tiene del político tradicional, del opresor, del que “trapea” con el hombre humilde y que siempre sale invicto.
No obstante, la visibilidad del caso, más que su connotación, trajo consecuencias palpables. Algunas veces el sistema tiene que demostrar que funciona y esta vez sí que produjo efectos. A lo largo de los años, no se ha debatido si la sanción impuesta por la Procuraduría General de la Nación, y que implicó la muerte política del ex senador, fue justa o desproporcionada. Y es que, cuando hay resentimientos en los corazones, la proporcionalidad no es un factor a tener en cuenta; en la mente del oprimido, cualquier decisión, por muy dañina que sea, es merecida. La intención es lapidar; no se demanda sanción sino destrucción; cualquier castigo es pequeño, todo lo malo se merece, hay demanda de sangre, el aniquilamiento se torna necesario.
Con el paso de los años, el asunto no quedó hasta allí. Si mencionamos la ley 1696 de 2013, a pocos le resulta familiar, pero si decimos “ley Merlano”, así bautizada por los medios de comunicación, nos ubicamos de inmediato. Una ley debería bautizarse con el nombre de una persona, si ello implica el reconocimiento de una lucha incansable, como por ejemplo, la ley “Gilma Jiménez”, “Emiliani”, etc. Cuando en la historia, las leyes titularon odios, verbigracia, leyes “antisemitas”, sobra contar lo que vino después.
Sumado a lo anterior, con el paso de los años, cada vez que aparecía un nuevo caso de un político abusador, de un connotado conductor embriagado o de un “¿Usted no sabe quién soy yo?”, (expresión que Merlano usó, pero que no inventó) de inmediato se traen las imágenes de aquel fatídico mayo de 2012, inmortalizando la existencia de un conflicto y abriendo heridas que, con el tiempo, ya tenían que haber cicatrizado.
Al momento de los hechos Eduardo Carlos Merlano tenía 34 años de edad. Desconozco la edad que tenían sus hijos a 2012, pero deduciendo por la edad de él, debían ser, como mucho, adolescentes ¿Cómo fue su etapa escolar? ¿Cuántas veces les habrán restregado este hecho en su cara? Seguramente muchas, y quizás por contemporáneos que no tenían ninguna comprensión de lo que pasaba en ese momento en la vida política nacional, pero entrenados desde sus casas para herir.
En estos días, el ex senador vuelve a ser noticia. Esta vez, no por un nuevo acoso, sino a partir de un fallo de Consejo de Estado, donde declaran la nulidad de su destitución, once años después de aquellos hechos. Esto, no por el hecho de que sea inocente de lo ocurrido, sino en ejercicio del control de convencionalidad atendiendo al precedente del Sistema Interamericano de Protección, en el caso Gustavo Petro, que exhorta al Estado a ajustar su legislación a las exigencias supranacionales, pues, funcionarios elegidos popularmente, solo pueden ser destituidos a partir de decisiones proferidas por jueces penales y no por autoridades administrativas.
Las reacciones siguen siendo las mismas. Las redes invadidas de mensajes de odio y con hambre todavía de castigo, como si todo lo vivido por este hombre y su familia, no hubiese sido suficiente. El Consejo de Estado puede tumbar la destitución, pero no la humillación sufrida durante años. Eduardo Carlos Merlano pagó por lo que hizo, incluso más de lo debido. Es hora que la masacre se detenga y, como sociedad, aprendamos a perdonar. Las redes están llenas de personas heridas, hiriendo, con necesidad de causar dolor. Es fácil ser despiadados cuando no se trata de nosotros.
La noticia del fallo me sorprendió. Desconocía que Eduardo Carlos Merlano continuaba peleando. No sé si hacerle un reconocimiento por su tenacidad o sorprenderme por su masoquismo. O quizás el tiempo lo sanó, o los callos lo hicieron inmune al maltrato; ¡no sé! Mis respetos en todo caso. Aquella pregunta de mayo de 2012, hoy tiene por fin respuesta. Si usted le preguntara, señor Merlano, finalmente, ¿Quién es usted? Muy seguramente diría: “un sobreviviente” ¡Hay que tener agallas para saltar de nuevo a la palestra y someterse al aniquilamiento! Buena suerte.